lunes, 28 de febrero de 2011

VEINTIDÓS

Ya son las once de la mañana, dicen en la radio.
Hoy he salido a la calle a las ocho y media y me ha sorprendido que estuviera todo puesto.
Ha estado lloviendo y ahora sale el sol. Esto es de locos. Pero así es siempre todo, impredecible.
Me cuesta escribir. Y me digo que si me cuesta escribir tengo que escribir que me cuesta escribir. Pero a mí eso siempre me ha parecido estúpido. Constatar que no puedes escribir para constatar que sabes escribir. Eso es lo que hacen los niños. Claro que siempre es mejor hacer lo que hacen los niños que lo que hacen los adultos (bueno, casi siempre). Me caen mal los adultos. Aunque también me caen muy mal algunos niños.
Para escribir tengo que olvidarme de todo.
Pero todo parece que esté aquí, presente. Y a la vez está todo fuera de mí.
Ocurre todo a mi lado. Pero yo no participo de nada.
A veces, si acaso, noto algún sabor, algún olor, un sonido. Algo que me recuerda que estoy viva, que me pone en el camino, que me anima a andar.
El tacto suave del lomo de la gata al sol.
Pero desconozco si esas sensaciones vienen de mí o me las invento porque las recuerdo.
Si pongo la mano al fuego, la aparto rápido, pero no sé si es un acto reflejo o me quemo de verdad.
El tacto suave del lomo de la gata, ¿será lo mismo?
Y... ¿todo lo demás?



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