lunes, 28 de noviembre de 2011

CINCUENTA Y NUEVE

No lo entiendo. En lo que va de curso, me he enfrentado a dos situaciones muy desagradables en clase. Ambas han sido en 1º de ESO (sí, de eso, de aquello y lo de más allá). Recalco este "detalle" porque son los alumnos que yo recibo recién "horneados" de Primaria. Las situaciones han sido las siguientes:

No suelo prestar mucha atención a si los alumnos se pasan notas entre ellos. Ya doy por sentado que lo harán, como lo hemos hecho todos, cuando más se aburren o cuando creen que la ocasión lo merece. Pero si lo hacen delante de mis narices, sin ningún tipo de pudor, entonces sí, como es lógico, me enfado. Me enfado por dos motivos: porque no están concentrados y porque no saben disimular.
En octubre le cogí dos notas a una alumna. Las abrí, las leí en silencio, las volví a cerrar y me las guardé. Las notas, naturalmente, hablaban ambas "de chicos": "fulanito me ha pedido salir", "zutanito de 2º es muy guapo", "qué dices, es mazo feo", "pues a mí me parece guapo", "estás fatal, guapo es menganito", etc. La chica, avergonzada y roja como un tomate, me pidió (casi suplicando) que por favor no las leyera en voz alta. Cosa que no pensaba hacer, ni se me había pasado por la cabeza. Lo cierto es que muy pocas veces me he visto en esta situación, pero nunca se me ha ocurrido leer en voz alta algo que es privado. No me importa que "lo privado" sea de niñas de 11 años o mujeres de 40.
Lo único que hice fue decirle a ambas muchachas que a tal hora hablaría con ellas muy seriamente.
En seguida los demás alumnos, al ver que yo no hacía nada más que ponerme muy seria y continuar con lo que estábamos haciendo, gritaron al unísono que leyera en voz alta las notas y, no contentos con esa petición, también me pidieron que las escribiera en la pizarra.
"¿Escribir las notas en la pizarra?", pensé. "¡¿Pero qué carajos está pasando aquí?!"
Pregunté que por qué eran tan crueles.
"No somos crueles", me contestaron. "Es lo que nos hacían en Primaria. Cuando la maestra encontraba una nota escribía su contenido en la pizarra".
Yo, asombradísima y haciéndome la ingenua, les pregunté que para qué hacían eso las maestras de Primaria.
"Para humillarnos y que no escribiéramos más notas". Dijeron eso, "humillarnos".

- Pues a la vista está que el método no funcionó -, les dije.

Tuve que explicarles que yo puedo ser dura, pero no mala, ni cruel. Y que querer humillar a las personas públicamente es ser mala gente. Que el hecho de escribir notas a hurtadillas merezca un castigo no significa que el castigo tenga que pasar por avergonzar ante los compañeros al autor de las notas. Se puede castigar de muchas formas. Y más ahora, que leer y pensar es un castigo. Hay que aprovecharlo y castigar mucho, mucho.

Por sus caras, parecía que era la primera vez en sus vidas que alguien les decía que hay que ser bueno, en el sentido de que no hay que alegrarse del mal ajeno. Básicamente porque no sabemos cuándo nos tocará a nosotros pasarlas canutas. Básicamente por aquello tan simple como que no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Me parecen normas básicas de convivencia y ética, al menos para niños de 11 y 12 años. A lo mejor es que soy imbécil.

No entenderé nunca la pedagogía. No entenderé nunca lo que se está haciendo en Primaria, lo siento. Esto es sólo un ejemplo. Podría contar muchos más. Pero voy a contar sólo uno más:

También en el mismo curso. Hoy les he repartido corregido el primer examen "oficial" con ellos. Antes de empezar a repartir me han preguntado si iba a decir la nota en voz alta. Otra vez, de nuevo, sorprendida por esa pregunta. ¿Por qué iba a decir la nota de cada uno en voz alta? ¿Qué le importa al de al lado si has sacado un 2 o un 9? Pues he recibido la respuesta que temía: "es que en Primaria lo hacen así, para que todo el mundo lo sepa".

Otra vez, de nuevo, intentar enseñar a través de la humillación. ¿Qué hay de esos chavales a los que les duele y avergüenza no superar el 1, el 2, el 3...? Porque creedme que no es plato de buen gusto, para ninguno, recibirlo, ni para mí darlo.

"La nota de un examen es algo que, además de a mí, sólo os importa a vosotros y a vuestros padres", he tenido que decir. Tendríais que haber visto sus caras: entre el estupor y el "claro, claro, por fin alguien que lo entiende". Llevaban años aguantando que sus notas se dijeran en voz alta.
Luego que venga el inspector, o el Ministro, o la señora o señorita Figar, a darme lecciones sobre cómo tengo que "motivar a mis alumnos". ¿Ese es el respeto que se tiene a los menores? ¿Esa es la educación que se les da? ¿Así es como se les ayuda a formarse? ¿Eso es lo que se les enseña, aprender a través del miedo, la humillación, la vergüenza, la risa a costa del mal ajeno? ¿Dónde están los inspectores cuando ocurre todo esto? Ah, sí, ya sé, tomando café con los directores de centro. ¿Por qué se permite que se maltrate de esta forma a los niños? ¿Por qué se les grita tanto? ¿Por qué se corta todo diálogo con ellos y se les trata como si fueran incapaces?

¿Así es como se les "educa en valores"?

Pues bien, maestros, profesores, pedagogos e inspectores que no inspeccionan nada: déjense las frustraciones en casa y métanse la pedagogía moderna por donde les quepa, a mí, me da mucho asco.

martes, 15 de noviembre de 2011

CINCUENTA Y OCHO

A menudo pienso en esto. En el Mar del Norte.

lunes, 14 de noviembre de 2011

CINCUENTA Y SIETE

Hoy es quince de noviembre y hay poco más que decir. Es quince de noviembre y yo querría tener una conversación con Dios.

Estoy en la cama, en la cama conmigo, hay una luz en la terraza de enfrente que lleva dos días seguidos encendida, probablemente han olvidado apagarla. Pero yo querría tener una conversación con Dios.

Llueve, ya todo ha pasado. También todo podría ser peor. Y todo podría volver a pasar. La gata sueña con salmones y un coche pasa por la calle. Es tarde. Y yo querría tener una conversación don Dios.

Quién no, eh, quién no querría tener una conversación con Dios. Con Dios, qué cosas.

Si lo veis, decídselo. Quiero hablar con él. No es urgente, porque llevo no sólo 32 años esperando, eso no ha sido nada, eso ha sido relativamente fácil, sino uno, uno intensamente. ¿Sabéis cuántos días hay en un año? ¿Cuántas horas en un día? ¿Cuántos minutos, segundos como golpes? 32 años son treinta y dos años; pero uno, uno son 365 días con sus 365 noches. Y ahí van muchas horas. Dios ni en la sopa. Dijo que le encontraríamos en no sé cuántos sitios, una barbaridad. "Mirad no sé dónde", "mirad no sé cuántos, allí me encontraréis". Pero yo nunca lo he visto. A lo mejor es que soy una incapaz. O una insensible.

A estas alturas, todo podría ser.

Puedo esperar un poco más. Sí, no pasa nada. No nos volvamos locos. Tampoco hay que dramatizar. Sí, yo creo que sí que puedo. Sin problemas. Tiempo tengo. Él mismo me lo dio. Quizá me lo dio para no verme la cara. Mejor que me lo diera, para no verme la cara. Es una cara que nadie, ni él, querría ver.

Aquí hay una que está esperando. Decídselo alto y claro: cada día, a cada instante, por todo esto. Y por mucho más.

Tengo una pistola. Y muy pocas ganas de hablar.

domingo, 13 de noviembre de 2011

CINCUENTA Y SEIS

Esto de escribir es parecido a sangrar. No siempre quieres hacerlo.
Y no hay ninguna obligación de hacerlo.
Comprender esto lleva años. Me ha llevado años a mí. Y a día de hoy lo entiendo, pero no todos los días y no todo el rato.
A mí me ha costado años.
A vosotros... Vosotros nunca lo entenderéis.