lunes, 25 de junio de 2012

miércoles, 20 de junio de 2012

CIENTO SIETE

Releyendo a la Generación del 27. Contemplar aquello como lectora del siglo XXI, y española (a mi pesar), es tremendamente doloroso. Y os recuerdo que Jovellanos (¡Jovellanos!), por ejemplo, mucho antes, era político (¡político!). España no perdió una oportunidad. Perdió La Oportunidad. Me temo que la última.
País...

martes, 19 de junio de 2012

CIENTO SEIS

Todo resulta fácil para todos. Es como jugar a la lotería cada semana y que la lotería le toque a quien no juega.
Porque sabedlo, no juegan.
Realidad.

lunes, 18 de junio de 2012

CIENTO CINCO

Mis amigos II

Tenía una mancha en el ojo. Y una nariz de las que se dice que tienen personalidad cuando quieres a quien la posee. 
Y el pelo largo, que peinaba hacia atrás con poco disimulado orgullo. 

-Pero tú eres peluquero, Ramón... 

Y decía que no, aún teniendo una peluquería en su casa. Decía que no. 

- Yo no soy peluquero. Hago de peluquero. 

Y remarcaba mucho el "hago de". Enfatizaba. 

No lo entendí hasta más tarde. Años, quizá, tardé en entender la importante diferencia que hay entre el verbo "ser" y el verbo "hacer" siempre, pero sobre todo en el mundo laboral. 

No nos dejaba acosarle sexualmente, ni a mis amigas ni a mí, pero cuando íbamos a su casa nos recibía en pelotas. 

- Acabo de salir de la ducha, ¿cómo quieres que esté?

Claro, claro... le decíamos. 

Tenía una forma poco habitual de mostrar cariño: ayudaba siempre que podía. Si necesitabas algo, estaba ahí. 

Un verano, nos dio por colarnos en una piscina privada de madrugada. Era una piscina que estaba en el pueblo de al lado, y subíamos en varios coches. 

Formábamos un grupo de lo más variopinto, amigos, muy amigos, hermanos y conocidos en la barra de algún bar. 

Creo que éramos felices. Lo pasábamos tan bien que olvidábamos las raíces amargas de nuestros  pies, de nuestros pasos, de nuestros días. 

Saltábamos la valla y dejábamos nuestras cosas. Aunque "nuestras cosas" eran pocas. Por supuesto nos bañábamos desnudos. Bueno, algunas con bragas, tangas u hojas de parra. Uno de los del grupo es ahora alcalde del pueblo por una de esas extrañas conjunciones que a veces ocurren y todo sale bien. Tiene que ser un buen alcalde quien conoce desnudo las piscinas privadas de su pueblo. Lo es, lo es. 

Una noche, subimos al pueblo con unos chicos vascos que habíamos conocido hacía algún tiempo. Menos del que recuerdo, seguramente. Uno de ellos me gustaba mucho, pero era tan tímido que ni siquiera me miraba a la cara. 

Como yo también soy tímida, llevábamos pelando la pava varias noches. Y Ramón me decía: me gusta ese chico para ti, me gusta... 

- Bueno, no está mal... -me hacía la interesante-, pero no me hace ni caso. 

Nos metimos en el agua con los demás y yo, miope, no veía nada, claro. Sin gafas, y sin lentillas, y de noche. Pude notar que se acercaba a mí I., el chico que me gustaba. Y hasta que no me acorraló dentro del agua contra la pared y me dio un beso no supe a quién tenía enfrente. Mi pensamiento fue "espero que sea quien yo creo que es y quien yo quiero que sea...".

Cosas que pasan si no ves casi nada. Riesgos que tienes que correr.

Bueno, riesgo, riesgo... poco, la verdad. 

"Joder, con los tímidos"... (pensé). No voy a dar más detalles del momento beso estando yo medio ciega y hundiéndome en el agua (no hacía pie) porque voy de la melancolía a la risa y de la risa a la melancolía. 

Tardábamos tanto en secarnos que se nos hacía de día por el camino. No teníamos toallas, nada. Sólo la poca ropa que uno lleva en verano. Entramos a desayunar en un bar y mi hermano se dio cuenta de que no llevaba la cartera. Preocupación general, susto particular. ¡La piscina! Mi hermano es físico, y es de natural despistado. ¿Cómo recuperar lo olvidado en una piscina privada, de noche, en otro pueblo, sin coche y sin conducir? Tampoco estaba seguro de haberla perdido allí.

Ramón no tardó ni un segundo en ofrecerse. Condujo de nuevo hasta el pueblo vecino, por una carretera de curvas, sin dormir y dejando el café caliente del desayuno ahí, sobre la mesa. 

La cartera estaba ahí y mi hermano la recuperó. Volvieron por la misma carretera por la que habíamos vuelto todos una hora antes, por la misma carretera por la que un año después, en un accidente absurdo, Ramón se mató.

sábado, 16 de junio de 2012

CIENTO CUATRO

Escribir II

Escribir quizá para auyentar este miedo de ser yo y no ser la misma, este vuelco del corazón, este fantasma que puede asustarse de las palabras de las que no me asusto yo. Porque nada me espanta. 
Escribir para mantener la cordura o enloquecer del todo, pero no quedar a medias entre los vivos y los otros. Sobre todo no ser uno de ellos, uno de vosotros, aunque la soledad me pese y me haga daño a veces. Para encontrar ese camino tal vez que ninguno conocemos pero necesitamos para pisar firme, aunque sea de lado, o de puntillas. Nada me turba. 
Las cosas ya no son un mapa. Son un rompecabezas. Un GPS de la desorientación.
Escribir sin necesidad de decir nada. Porque no hace falta decir nada, ni siquiera es necesario querer hacerlo. Ya da igual. Ellos están allí, y nosotros aquí. Mientras haya un nosotros el golpe no será tan grave. No pasa nada. Escribir para dejar el mensaje dentro de la botella y la botella calentándose al sol junto a mí. Y mientras el último mensaje arde dentro, escribir uno nuevo sin destino, otra vez. Nada me espanta. 
Escribir: no hay nada que decir. Incluso esto ya lo dijo algún griego, cuando todo estaba aún por ser contado. Pero esa certeza de no llegar primeros a la meta, primeros a la "habitación de las cosas nuevas", no debería detenernos, ni enmudecernos, pues no es lo que queremos llegar primero, sino llegar mejor. 
Escribir, porque ha llegado el calor de golpe, como un dolor o una amenaza. Nada nos tranquiliza ahora, nada nos sosiega. Y no hay nada que hacer, lo he comprobado. Pero nada me turba. 
Escribir que lo intenté todo. Todo menos tirarme en paracaídas, o hacer galletas. Sí, dejo constancia, aquí dejo constancia, de que todo lo he intentado y para nada ha servido. Nada sucede. O yo no lo percibo. No, la paciencia no todo lo alcanza. Llaman paciencia a la resignación, cuando no se atreven a decir "ríndete", te dicen "ten paciencia". 
Escribir, para insultaros: no me hablen de paciencia los que jamás comieron tierra a la hora del recreo, los que jamás tuvieron que tragar su sangre por vergüenza, los que escupieron y no fueron escupidos, los que no llevaron gafas, los que no quedaron cojos, los que siempre rieron últimos y olvidaron que últimos, últimos, somos todos. 
No me hablen de paciencia ni de distracciones. Todo me sabe mal y edulcorado. No me quiero distraer. Las distracciones son para los imbéciles.
Todo ha sido inútil salvo arrancarme el corazón
y dejarlo por escrito. 


miércoles, 13 de junio de 2012

CIENTO TRES

Mis amigos I

Mi amigo Ramón llegaba al bar del centro del pueblo y decía:

- ¿Mar o montaña? 

Y en función de lo que nos apeteciera le decíamos una cosa u otra. Pero casi siempre decíamos mar. No importaba el día que fuera, o la hora o la estación del año. Daba igual. Si no íbamos a la montaña o al mar ese día, fuese martes o viernes, de día o de noche, era porque no queríamos.
A veces, me recogía a las tres de la madrugada, en su coche -un BMW viejo, grande- cuando yo cerraba la coctelería en la que trabajaba y me preguntaba con la ventanilla bajada: 

- Innes: ¿mar o montaña?

Yo echaba a andar a mi casa, resignada. 

- Estoy cansada, Ramón. 

Él respiraba hondo y sonreía. 

- Por eso: ¿mar o montaña?
- Ramón... Estoy cansada, quiero leer o dormir. 
- Entonces, vamos a mi casa... y te dejo leer. 

Y yo me reía: 

- Vaaaaale: mar. 

Y entonces nos acercábamos hasta el puerto de Barcelona y en la arena nos fumábamos un porro o nos comíamos un helado, y a veces ambas cosas. No hablábamos mucho. Ni él ni yo. Veíamos la vida pasar frente a las olas, al margen del bullicio espantoso de toda la gente que estaba "de marcha" por las discotecas y bares que abundan en esa zona portuaria de la ciudad. 

Nos reíamos. Fumábamos lentamente con caladas de noche, con avidez, aspirando una hierba que vete tú a saber de dónde había salido, pero estaba buena, estaba buena. Y nuestro estado mental se dispersaba en compañía: la luna seguramente plateaba las aguas tranquilas de ese mar de verano o primavera, de esa zona sucia y canalla de Barcelona, una ciudad que antes era decadente, y ahora sólo cae, y cae, y cae.

Mirábamos el sonido de las olas, escuchábamos la oscuridad. A lo lejos, a nuestra espalda, la ciudad bullía un viernes o un sábado por la noche. Algunos tambores más allá, de algún grupito de gente que hacía lo mismo que nosotros pero hablando y cantando. Al final, nos cansábamos de la posición del indio y nos echábamos hacia atrás. Y cerrábamos los ojos para verlo todo mejor. 

Si conseguíamos comprar cerveza fría también la disfrutábamos. Por aquel entonces a mí la cerveza no me gustaba demasiado, y mucho menos la marca de cerveza que suele beberse en Barcelona. Pero a esas horas, con calor y en buena compañía, todo viene bien. Quizá liábamos otro porro y seguíamos en silencio o Ramón se metía conmigo de alguna manera. 

- No sé por qué lees tanto. No vas a encontrar nada en los libros. 
- Ni fuera de ellos tampoco. 
- En los libros no vas a aprender nada que no puedas aprender fuera. 
- Venga, cúrratelo un poco más. 
- Es la verdad. 
- ¡La verdad! ¡La verdad! ¿Y eso qué es?

(Risas)

- La vida s´ha de viure, no llegir-la. 
- Oh, quina frase més bonica... 
- Quan creixis ho entendràs. 
- Potser sí, però jo moriré jove. Y los libros me ayudan a entender lo de fuera. Bueno, y también lo de dentro. Son como un mapa. 
- Eres demasiado mental. 
- Y tú demasiado pesado. 

Si teníamos suerte, al volver, cogíamos con el coche "la onda verde", como a él le gustaba llamarlo:  atravesar toda la Gran Via o la Avenida de la Meridiana con los millones de semáforos en verde. Y eso era divertido. Cuando volvíamos a casa siempre me dejaba en la puerta y me miraba con sus ojos azules y se reía. Lo único que no me dejaba hacer era acosarle sexualmente y apretarme con el índice y el pulgar el caballete de la nariz, un poco más abajo del entrecejo. Un gesto muy mío que no soportaba que hiciera delante de él. 

- ¡No hagas eso, no hagas eso! 

Ramón a veces miraba alrededor de nuestras cabezas como si fuera capaz de percibir algo que sólo él podía ver y que los demás jamás podrían, ni fijándose. Y decía, como años después dirían los personajes azules de "Avatar": 

- Es que, innes, te miro... Y te veo. 

Y me daba un beso en la frente. Y yo pensaba "¡Hay que joderse...!". Me reía porque me decía cosas para las que todavía era demasiado joven. Y siendo demasiado joven te ríes de lo que no entiendes.

Yo me iba a dormir, y él a Montserrat. 

¿A Montserrat? ¡Pero si eso está a 60 km! 

Me gusta el amanecer allí, decía. 

Y se iba al monasterio de Montserrat, a ver a la virgen y el amanecer.


martes, 12 de junio de 2012

CIENTO DOS

Me voy al dentista. Vuelvo otra vez de nuevo al dentista.

Algún día, le daré sentido a todo esto.


lunes, 11 de junio de 2012

CIENTO UNO

La Tierra se mueve sobre su eje a una velocidad en el ecuador de 465´11 m/s.

La Tierra gira alrededor del Sol a una velocidad media de 29´8 km/s.

El Sol se mueve dentro de la galaxia a una velocidad de 220 km/s y la Tierra lo acompaña, al igual que el resto del Sistema Solar.

No me extraña que me duela la cabeza.

lunes, 4 de junio de 2012

CIEN

Odio los números redondos. No los puedo soportar. Me irrita de ellos, sobre todo, su injustificado y absurdo prestigio. 

                                            Enrique Vila-Matas, Para acabar con los números redondos