lunes, 12 de noviembre de 2012

CIENTO CATORCE

Para leer hay que olvidarse de todo. Hay que olvidar la hora, y el entorno, y lo que tenemos que hacer luego, o mañana, o todo lo acumulado para la semana que viene y lo que hicimos hace dos días y, más, olvidar lo que no hicimos hace dos días. Hay que prescindir de todo eso, de esa nube de moscas blancas. Taparse los oídos al zumbido de un recuerdo, de un plan, de un sueño o la memoria en cámara lenta de esas imágenes vagas de un verano a la orilla del mar, despreocupado y feliz. Hay que hacer eso, para leer, y no dormirse.
He viajado por el libro más real que la vida me ha puesto en las manos. En el exilio siempre, sola y sin más equipaje que la piel. Ya es tiempo de volver. Lo he leído de principio a fin, de arriba a abajo, de fin a principio y bocarriba, bocabajo, con lupa, y de rodillas. He buscado todas y cada una de la palabras que no entendía en el diccionario, algunas las he entendido, otras no, no importa; he hurgado y buceado y me he llenado la boca de barro y de barro de la cabeza los pies; me he ensuciado y he dormido en regiones donde los aullidos al anochecer atemorizaban a los lobos, jamás hubo en una biblioteca historia más real; he devorado sus páginas y me he cortado la lengua con ellas, he masticado, las he escupido y me he roto los dientes, los huesos, he sangrado y yo sola me he cosido las heridas: no os debo nada. Ya puedo ir dejando espacio para que los libros me cuenten lo que les sucede a los demás. Si es que les sucede algo de verdad.
No hay silencio donde leer. 
No hay espacio donde leer. 
No hay tiempo donde leer.
Y sin embargo, es tiempo de volver. 
Es tiempo de volver a esa región largo tiempo habitada, que fue mi casa, mi hogar, mi refugio. Ahora sólo son los restos del naufragio y no queda nada. Pero hay que volver. Volver a los libros pulcros, irreales y ordenados, y cerrar, una tras otra, las compuertas de la presa donde acumulo y donde contengo, litro a litro, mi sangre fría.