Mi amigo Ramón llegaba al bar del centro del pueblo y decía:
- ¿Mar o montaña?
Y en función de lo que nos apeteciera le decíamos una cosa u otra. Pero casi siempre decíamos mar. No importaba el día que fuera, o la hora o la estación del año. Daba igual. Si no íbamos a la montaña o al mar ese día, fuese martes o viernes, de día o de noche, era porque no queríamos.
A veces, me recogía a las tres de la madrugada, en su coche -un BMW viejo, grande- cuando yo cerraba la coctelería en la que trabajaba y me preguntaba con la ventanilla bajada:
- Innes: ¿mar o montaña?
Yo echaba a andar a mi casa, resignada.
- Estoy cansada, Ramón.
Él respiraba hondo y sonreía.
- Por eso: ¿mar o montaña?
- Ramón... Estoy cansada, quiero leer o dormir.
- Entonces, vamos a mi casa... y te dejo leer.
Y yo me reía:
- Vaaaaale: mar.
Y entonces nos acercábamos hasta el puerto de Barcelona y en la arena nos fumábamos un porro o nos comíamos un helado, y a veces ambas cosas. No hablábamos mucho. Ni él ni yo. Veíamos la vida pasar frente a las olas, al margen del bullicio espantoso de toda la gente que estaba "de marcha" por las discotecas y bares que abundan en esa zona portuaria de la ciudad.
Nos reíamos. Fumábamos lentamente con caladas de noche, con avidez, aspirando una hierba que vete tú a saber de dónde había salido, pero estaba buena, estaba buena. Y nuestro estado mental se dispersaba en compañía: la luna seguramente plateaba las aguas tranquilas de ese mar de verano o primavera, de esa zona sucia y canalla de Barcelona, una ciudad que antes era decadente, y ahora sólo cae, y cae, y cae.
Mirábamos el sonido de las olas, escuchábamos la oscuridad. A lo lejos, a nuestra espalda, la ciudad bullía un viernes o un sábado por la noche. Algunos tambores más allá, de algún grupito de gente que hacía lo mismo que nosotros pero hablando y cantando. Al final, nos cansábamos de la posición del indio y nos echábamos hacia atrás. Y cerrábamos los ojos para verlo todo mejor.
Si conseguíamos comprar cerveza fría también la disfrutábamos. Por aquel entonces a mí la cerveza no me gustaba demasiado, y mucho menos la marca de cerveza que suele beberse en Barcelona. Pero a esas horas, con calor y en buena compañía, todo viene bien. Quizá liábamos otro porro y seguíamos en silencio o Ramón se metía conmigo de alguna manera.
- No sé por qué lees tanto. No vas a encontrar nada en los libros.
- Ni fuera de ellos tampoco.
- En los libros no vas a aprender nada que no puedas aprender fuera.
- Venga, cúrratelo un poco más.
- Es la verdad.
- ¡La verdad! ¡La verdad! ¿Y eso qué es?
(Risas)
- La vida s´ha de viure, no llegir-la.
- Oh, quina frase més bonica...
- Quan creixis ho entendràs.
- Potser sí, però jo moriré jove. Y los libros me ayudan a entender lo de fuera. Bueno, y también lo de dentro. Son como un mapa.
- Eres demasiado mental.
- Y tú demasiado pesado.
Si teníamos suerte, al volver, cogíamos con el coche "la onda verde", como a él le gustaba llamarlo: atravesar toda la Gran Via o la Avenida de la Meridiana con los millones de semáforos en verde. Y eso era divertido. Cuando volvíamos a casa siempre me dejaba en la puerta y me miraba con sus ojos azules y se reía. Lo único que no me dejaba hacer era acosarle sexualmente y apretarme con el índice y el pulgar el caballete de la nariz, un poco más abajo del entrecejo. Un gesto muy mío que no soportaba que hiciera delante de él.
- ¡No hagas eso, no hagas eso!
Ramón a veces miraba alrededor de nuestras cabezas como si fuera capaz de percibir algo que sólo él podía ver y que los demás jamás podrían, ni fijándose. Y decía, como años después dirían los personajes azules de "Avatar":
- Es que, innes, te miro... Y te veo.
Y me daba un beso en la frente. Y yo pensaba "¡Hay que joderse...!". Me reía porque me decía cosas para las que todavía era demasiado joven. Y siendo demasiado joven te ríes de lo que no entiendes.
Yo me iba a dormir, y él a Montserrat.
¿A Montserrat? ¡Pero si eso está a 60 km!
Me gusta el amanecer allí, decía.
Y se iba al monasterio de Montserrat, a ver a la virgen y el amanecer.
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