miércoles, 25 de abril de 2012

OCHENTA Y SIETE

De cementerios y pasiones I



A menudo cuando digo que he ido a visitar un cementerio me dicen que lo sienten, afligidos. 

Cuando sonriente aclaro que he ido al cementerio para verlo, pasear y buscar epitafios, noto que mi interlocutor se queda como ofendido o con algo parecido a la contrariedad y el engaño. Supongo que se sienten defraudados, no lo sé. Al fin y al cabo habían dicho "lo siento" y nadie había muerto: han malgastado su cara de "aflicción profunda hipócrita" para nada. Y me acuerdo en ese momento del chiste: en un entierro, alguien, dándole el pésame a un familiar del difunto (de cuerpo presente), le dice "lo siento", y el otro le contesta "no,  mejor déjelo tumbado".

No hay nadie en el mundo, probablemente, con más miedo a la muerte que yo. 

No sólo a la mía, claro.

Pero la mía, sí, me da miedo, para qué negarlo. Y dudo que haya alguien que sienta más miedo que yo. ¿Hacemos apuestas?

Pero me pregunto qué tiene eso que ver con los cementerios. 

Me explico: ¿acaso es evitable acabar en uno? Si lo es, por favor, decídmelo. Me da igual la forma en que uno acabe, hecho cenizas o enterrado; si un cementerio es muerte, ahí vamos. 

Entonces, ¿qué pasa? Puedo entender que a alguien no le resulte agradable, que no le guste. Bien. Pero que pongas cara de asombro máximo por saber apreciar el arte funerario no, no lo entiendo. No entiendo ese asombro. ¿Acaso no ven los demás lo que yo veo? ¿Acaso no tenemos ojos todos?

Algunos cementerios son lugares hermosos, llenos precisamente de todo lo contrario que la gente ve en ellos: vida. Sí. Están llenos de vida, de vidas. De historias, de pasiones, de tragedias y comedias. Y alguna de esas historias es apasionante. En la Sacramental de San Isidro, por ejemplo, está enterrado el fundador del Museo Antropológico de Madrid, el doctor González Velasco. Menuda historia esa. Y también hay un nicho con un "Borbón y Borbón" dentro: muerto de un disparo "accidental" entre ceja y ceja. Curioso lo de esta familia con los errores y las armas, ¿no?

El arte que hay en los cementerios es quizá el arte más cálido, más sentido, más apasionado. El arte que ha nacido para celebrar y honrar la historia, la vida de alguien. 

No importa que sea el nicho de una niña cuyo padre ha convertido en una improvisada casa de muñecas en el cementerio de Albacete; o el magnífico, impresionante, maravilloso ángel alado (y con tetas, por cierto) que hay en el mausoleo de los Gándara en la Sacramental de San Isidro en Madrid. 



Esa casa de muñecas no es una casa de muñecas. Es la vida en estado puro: el dolor más descarnado de un padre que no soporta la pérdida de su hija. Es un "quejío", un lamento, y un grito que va mucho más allá del daño por la ausencia de alguien, mucho más allá de la cicatriz que deja una herida profunda. Eso es algo más. Es una celebración a su hija, un homenaje, una miniatura en la que cabe todo el amor posible. Y todo ello sin palabras. Maravilloso. No se puede decir más, con menos. 



Las esculturas dolientes son la expresión de la tristeza y la pérdida más arrebatadoras que he visto nunca, en ningún sitio, en ningún museo. Pero también de la soledad, la ausencia, el recuerdo y ilusión de la eternidad. Diría, aunque incurra en lugar común, que esas figuras tienen alma. Es verdad que no están vivas, pero también es verdad que no son sólo de mármol.

El recuerdo, la memoria, el amor, el arte: la única forma de vencer a la muerte. 

Nadie tiene más miedo que yo a la muerte. 
Yo supe que la gente se muere a los quince años, cuando un amigo murió. No importan las causas. Antes, había perdido abuelos, amadísimos abuelos, pero abuelos al fin y al cabo. Los abuelos se mueren. Uno lo aprende rápido. También había perdido tíos, pero tíos a los que yo veía mayores, aunque luego te das cuenta de que tan mayores no eran. Y mi abuela materna, por ejemplo, apenas superaba los sesenta. Mi madre ahora es mayor que su madre cuando esta murió. Eso tiene que ser extraño para ella. Y pienso en la madre e hija de "Amanece, que no es poco", y sonrío. Los que conozcáis la película sabréis por qué.



Mi amigo tenía 16 años y aún así murió. Me costó mucho tiempo, años, entenderlo. No sé si lo entiendo todavía. La vida te arrastra y pronto te das cuenta de que lo entiendas o no, los que se mueren están muertos. Y él lo estaba. Sí, la gente se muere. Y es horrible.

Al contrario de lo que pudiera parecer, no me gusta hablar de la muerte. Hablar, no escribir. Me cuesta mucho y me da mucho pudor, no creo que se pueda hablar "de la muerte". Es algo tan íntimo que me pone nerviosa. Además, no creo que nadie pueda entender nada. Ni yo, ni nadie. Y no siempre se mueren los demás, como decía Vila-Matas ("La muerte es algo que sólo le pasa a los otros"). En dos ocasiones le he visto la cara muy de cerca y no me gusta. No tener ningún tipo de creencia religiosa ni fe alguna, no ayuda, claro. Y sí, te mueres. Luego no eres el mismo y estás completamente disociado.

Y además duele. Y duele mucho. Morirse duele. Duele cuando los órganos empiezan a fallar. Sobre todo si estabas vivo y eras feliz y a los demás los ves cada vez más lejos. Imperfectamente bella la vida es algo grande.
No me gusta. No me cae bien la muerte. Es fea, es fría y no hay ninguna paz en ella. Ninguna.
Pero en los cementerios sí. Hay paz, son bellos, y hay epitafios que hacen reír. Y eso me gusta. 

El hecho es que hay mucha más vida en los cementerios que en algún otro sitio... Quizá por lo que los muertos callan, prestamos más atención a todo cuanto no dicen. Y los vivos... Los vivos hablan demasiado.

Siempre se escucha más a quien habla más bajo. 

El día 6 llevaremos flores a Larra otra vez. Porque le queremos. Porque está vivo y porque todavía tiene mucho que decir. Escribir en España... sigue siendo igual que llorar.


(Las fotos, cortesía de Polidori, como siempre) 


No hay comentarios:

Publicar un comentario