viernes, 12 de agosto de 2011

CINCUENTA

No se sabe cuánto pesa el tiempo. O cuánto tiempo pesa lo que sabemos.
Yo cada día peso menos. Sé menos. Sé más, pero sé menos. O sé menos, pero sé mejor. Pero cada vez menos. El tiempo pasa. El tiempo me puede, me usa de filtro, para pasar, pasar y dejar sus posos en mi frente, en mis pies, en mi estómago. Y también deja sus posos en vosotros, os he visto. En la palma de mis manos. El tiempo no le apresa a uno, le deja ir. Un día te sacude. Otro día te devora. Otro te mastica, te digiere; y al rato, te vomita. Él es Tiempo; tú, no eres nada. Apenas un instante, una pizca de materia cuyos plomos se han fundido.
Yo no sé lo que es el tiempo, pero existe. Un día puede convertirse en un maratón. Otro, sin embargo, tiro con arco: el lanzamiento de una flecha que, nunca, da en la diana; y a veces ni eso, a veces, sólo el sonido. O casi un gesto, un estornudo o un disparo sin puntería. La herida abierta de un antiguo dolor o la cicatriz que escuece y pica y no queremos rascar.
Apenas un segundo. O unas horas. ¿Qué mide eso, la cabeza o el reloj? Poco tiempo para domir. Mucho para esperar un milagro. No es mejor dormir que esperar un milagro de la primavera.
No quiero milagros, pero quisiera saber esperarlos.

¿De qué está hecho el cuerpo hacia dentro? ¿De tiempo? No. ¿De tiempo perdido? Quizá. ¿De células? Tampoco. El cuerpo hacia dentro está hecho de todo lo que no se puede tocar, de sangre. La sangre sólo está dentro. La mía es de muchos, la tengo en usufructo y algún día, agradecida, la devolveré.

Toda.

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